Ya que el fútbol no me ha alegrado el fin de semana -sino más bien lo contrario-, empezaremos la nueva semana hablando de tenis. De la elegancia eterna. De cómo jugar como los ángeles sin prácticamente derramar gotas de sudor. Del hombre por excelencia que luce sus iniciales como nadie.
Hasta ayer número cuatro del mundo, hoy ya número tres, pero siempre número uno. De un grande cuyo nombre hace ya mucho que está grabado con tinta imborrable en la historia de este deporte del que hace años me quejaba cuando ocupaba horas y horas en el televisor pero al que él, precisamente, me enganchó.
Lo que hizo ayer el señor Roger Federer ganando el Torneo de Maestros por sexta vez es otra de sus múltiples hazañas, de las que callan las bocas de aquellos que quieren retirarlo antes de hora. De hecho, ya lleva dieciséis Grand Slam, pero yo apuesto firmemente a que aún le queda alguno por conquistar.
Aunque cuando juega contra Rafa la tierra me tire más, reconozco que el suizo es posiblemente el mejor tenista de todos los tiempos y le aplaudo como la que más. Y además, esta vez jugaba contra Tsonga, que me cae muy mal (aunque no tanto como Murray). Afinidades aparte, lo de Roger es mítico. Como dijo ayer mi admirado Juan José Mateo en El País: Federer es infinito. (Y asombrosamente atractivo, pero eso ya lo añado yo).
Es demasiado serio, me gustan con más sentido del humor