Aunque sea de una ciudad entre montañas, el haber nacido a tan sólo 50 kilómetros del mar y el haberlo podido disfrutar tanto influye y mucho. Me encanta el Mediterráneo, pero ya he dicho alguna vez que aquí en Valencia no lo aprovechan tanto como en mis tierras alicantinas. De Dénia hacia abajo hay otro mundo. Jávea, Moraira, Calpe, Altea, el Albir, Benidorm (pero sólo en invierno y ciertas zonas, es lo que tiene la masificación), la Vila, Campello… hasta llegar a mi querida Playa de San Juan ;)
Yo soy de las que cada vez que pasa el túnel del Mascarat viniendo desde Valencia se queda embobada mirando el mar, sobre todo cuando hay verde que lo acompaña. Sueño con alguno de esos chalets con acceso directo a calitas y rodeados de verde (pero sólo si hay alguien que me haga la compra y los limpie, claro está). Y este finde tocó disfrutar desde este pueblecito costero (porque está en la costa y porque está lleno de cuestas) que tanto me gusta.
¿Reconocible, verdad?
Sí, es Altea. Y sí, cada vez que voy me lleno de una tranquilidad que no es normal. Con esas casitas blancas, esas callejuelas, esos puestos de cosas con encanto (impagables, por cierto, pero bonitas)…
Además, esta vez nuestros perfectos anfitriones nos llevaron al Camino del Faro del Albir y sólo puedo decir que las vistas son una auténtica pasada. Lástima no haberme llevado la cámara buena conmigo. El atardecer desde allí es impresionante.